Medicina natural y aislamiento, ‘receta’ indígena para sobrevivir al coronavirus
Charazani, Raqaypampa y Charagua, tres pueblos indígenas de Bolivia, han hallado en la aplicación de su farmacopea y en los encapsulamientos frente a la amenaza las armas más prácticas para evitar ser aniquilados. Autor: Santiago Espinoza

Introducción
Los pueblos indígenas de Bolivia sobrellevan la pandemia de coronavirus sacando provecho de su aislamiento geopolítico, el cual les limita el acceso al sistema sanitario público, pero les concede mayor autonomía de gestión para encapsularse y cuidarse apelando a saberes ancestrales como la medicina natural.
Aunque no se conoce un levantamiento de datos integral sobre la incidencia de la covid-19 en la población indígena de Bolivia, los registros preliminares consultados para este reportaje revelan que los contagios y las muertes causados por la pandemia han sido significativamente menores en la región andina (de mayoría quechua y aymara) frente a los registrados en la región amazónica y chaqueña (con una mayor diversidad de naciones indígenas, siendo la chiquitana y la guaraní las más grandes).
Esta investigación ha centrado sus esfuerzos en tres poblaciones indígenas de Bolivia: el municipio de Charazani, capital de la cultura Kallawaya, en La Paz; Raqaypampa, territorio indígena autónomo en el departamento de Cochabamba; y Charagua, municipio indígena autónomo del Chaco, en el departamento de Santa Cruz. Sin embargo, ha recogido también información de otras poblaciones indígenas de la región amazónica y tropical del país, en vista de su vulnerabilidad ante la pandemia.
El diagnóstico varía en función de las regiones investigadas. Mientras que en los pueblos indígenas de tierras altas (andinos), como Charazani y Raqaypampa, el impacto de la pandemia ha sido y sigue siendo reducido, por el número de casos y muertes reportados; en los pueblos de tierras bajas (chaqueños y amazónicos), como Charagua, el virus ha sido más agresivo, dejando más contagios y fallecimientos, que en proporción a sus poblaciones de por sí minoritarias resultan preocupantes.
Según el último Censo de Población y Vivienda en Bolivia, que data de 2012, la población autoidentificada como indígena en el país asciende a 2.806.592, equivalente al 40.6% de los censados. La Constitución boliviana reconoce 36 naciones indígenas. Poblacionalmente, la gran mayoría son quechuas (45.6%) y aymaras (42.4%), también conocidos como indígenas de tierras altas, frente a menos de un 12% de habitantes de las tierras bajas.
Pandemia, olvido y autogestión
La pandemia llegó a Bolivia el 10 de marzo de 2020, en dos mujeres procedentes de Europa. Su estallido y expansión coincidió con el gobierno transitorio de Jeanine Áñez, que sucedió al renunciante Evo Morales en noviembre de 2019 y entregó el poder al elegido en las urnas Luis Arce, un año después. Lo que se conoce como la primera ola del coronavirus se extendió en Bolivia de marzo a noviembre de 2020, por lo que su atención corrió a cuenta del régimen transitorio.
La política sanitaria de Áñez se centró en aplicar cuarentenas rígidas y flexibles en todo el país, con un control estricto en las ciudades capitales de los nueve departamentos y con mayor densidad poblacional. Por sus limitaciones logísticas y presupuestarias le fue difícil gestionar un alto número de pruebas de coronavirus. Hasta el 6 de noviembre había aplicado poco menos de 338 mil, con 142.343 casos positivos, 1.305 sospechosos y 194.358 descartados.
A esa limitación se atribuye que los casos oficialmente notificados sean inferiores a los reales, habiendo un subregistro que oculta la magnitud cabal de la pandemia en el país. Si el subregistro ha sido considerable en los municipios urbanos de mayor densidad poblacional, lo ha sido también en los territorios rurales con población indígena, adonde las pruebas de coronavirus han llegado en escasas cantidades o, en más de un caso, ni han llegado.
Otra muestra de la desatención del Gobierno transitorio hacia la gestión de la pandemia en las poblaciones indígenas fue la eliminación del Viceministerio de Medicina Tradicional, dependiente del Ministerio de Salud, degradado por razones de racionalización administrativa a una Dirección que por mucho tiempo se mantuvo acéfala. Asumiendo que la medicina tradicional natural es una práctica con mucho arraigo en las comunidades rurales del país, la desaparición del Viceministerio limitó sus acciones en las poblaciones indígenas que habitan en el campo.
La degradación del Viceministerio se produjo pese a la vigencia de la Ley 459 de Medicina Tradicional Ancestral de Bolivia, promulgada a finales de 2013, que estableció el reconocimiento de médicos tradicionales, guías espirituales, naturistas y parteros y parteras, con el fin de primero registrarlos y luego incorporarlos al sistema de salud pública, para que además se interrelacionen con la medicina facultativa.
Las autoridades de los tres territorios indígenas abordados en esta investigación coinciden en que la planificación presupuestaria para la atención de la pandemia corrió por cuenta de los gobiernos locales (alcaldías municipales y administración indígena). El papel de las gobernaciones departamentales y del gobierno nacional fue menor, cuando no nulo, y en algunos casos se redujo a la provisión de alimentos y algunos insumos médicos (Charagua).
Las organizaciones comunales y los liderazgos locales fueron fundamentales para que los habitantes tomaran conciencia de la pandemia y adoptaran medidas para enfrentarla. Sin embargo, en algunos lugares, el escepticismo en torno a la existencia y los peligros de la covid-19 no ha podido ser desterrado por completo.
La medicina natural tradicional ha sido el escudo más consistente de los pueblos indígenas para prevenir contagios y, en casos confirmados, para mitigar los efectos de los síntomas de la enfermedad.
Al margen de los efectos sanitarios, los pueblos indígenas lamentan que las medidas restrictivas, entre ellas el aislamiento y la prohibición de reuniones de gente, hayan alterado sus hábitos sociales. No solo redujeron o suspendieron sus reuniones colectivas de deliberación política, sino también las actividades festivas que son esenciales para actualizar sus vínculos sociales y con la madre naturaleza y otras deidades espirituales.
Otro capítulo merecen los estragos económicos que aún padecen las comunidades indígenas por efecto de la paralización de muchas actividades productivas y de las restricciones para desplazarse fuera de sus fronteras, una dinámica imprescindible para la generación de recursos en sus comunidades.
Ante la inminencia de la nueva ola de la pandemia, los pueblos ya asumen medidas para frenar el ingreso del virus y minimizar su impacto en términos sanitarios. Pero esperan que el nuevo Gobierno, a la cabeza de Luis Arce (del mismo partido de Evo Morales), con el que tienen mayor afinidad que con el transitorio, genere políticas adicionales para reactivar su vida productiva, social y cultural.
El espejo en Perú y Paraguay
Los pueblos indígenas enfrentan también un abandono estatal crónico en Perú, país con el que Bolivia comparte frontera (al noroeste), historia y culturas. En una pieza realizada de forma exclusiva para este reportaje, el desamparo que sufren se manifiesta en el déficit de cobertura sanitaria, pero también en la ausencia de datos sobre el impacto en términos de contagios y muertes, sobre todo en la región amazónica, la más expuesta a la pandemia por su proximidad con Brasil, el tercer país más afectado por la covid-19 en el mundo. La medicina natural que habita en sus bosques es lo único que tienen para resistir al virus que amenaza con extinguirlos. Sus líderes no pierden la esperanza de que la vacuna les llegue y les dé más fortaleza para vencer a la peste.
En Paraguay, con el que Bolivia limita por el sur, los índices de coronavirus son más bajos que en países vecinos, pero, aun así, el mal ha penetrado en las comunidades indígenas, dejándolas en un estado de indefensión incluso mayor al que ya enfrentaban. Otra pieza realizada de forma exclusiva para este reportaje muestra que los desalojos de tierras, el amedrentamiento armado, los incendios, las sequías y las inundaciones son expresiones de la extrema vulnerabilidad en que sobreviven los indígenas paraguayos, a la que la pandemia ha agregado un nuevo factor de riesgo, y no cualquiera, sino uno que apunta prolongarse sin visos de disolución a la vista.

Charazani: la medicina en los kallawayas y la farmacia en el campo
Charazani es un municipio paceño distante a 243 kilómetros de La Paz, ciudad sede del Gobierno boliviano. Llegar a su territorio toma entre seis y ocho horas de viaje por tierra, dependiendo las condiciones viales (el camino solo en parte es asfaltado, siendo gran parte de tierra) y climáticas. Ocupa 1.616 kilómetros cuadrados y se halla en la zona noroeste del país (colindante con Perú), a una altura promedio de 3.250 metros sobre el nivel del mar (msnm), que, sin embargo, sube hasta más de los 4 mil en sus comunidades más altas y desciende hasta menos de 2 mil en su región más tropical. Aunque más cerca del espectro de la cultura quechua, cuyo idioma es el más hablado de los originarios, su nación indígena es la Kallawaya, con particularidades que les distinguen de los quechuas, como el dominio de otros idiomas (además del español, el pukina y el machajuyai), su vestimenta, su música y su fermacopea. La población kallawaya asciende a 7.389 personas y representa el 0.3% de todos los indígenas del país, siendo la décimo segunda más abundante, según el Censo de 2012.
Es la capital de la provincia Bautista Saavedra (de La Paz), y de la cultura Kallawaya, cuya cosmovisión y ciencia ha sido reconocida por la Unesco como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. Su reconocimiento mundial deriva sobre todo de su medicina o farmacopea tradicional, que es ejercida por médicos indígenas que se forman oralmente de generación en generación para la aplicación de terapias naturales en las que combinan el uso de plantas, animales y minerales, además de prácticas espirituales.
Este acervo científico ha sido clave para mantener al municipio con índices bajos de coronavirus, que hasta el 18 de octubre sumaban 6 casos para un total de 13.482 habitantes, según datos del Ministerio de Desarrollo Productivo y Economía Plural de Bolivia, actualizados al 15 de enero de 2021. El número reportado está por debajo de la capacidad hospitalaria máxima, de 12 camas, y no se ha visto rebasado, como sí ha ocurrido en los municipios urbanos con mayor población del país. El personal médico en el municipio, según la administración del Centro de Salud Integral de Charazani, es de 6 profesionales (4 médicos y 2 enfermeras).
La farmacopea kallawaya fue aplicada para combatir el coronavirus a través de la fabricación de un jarabe y una pomada compuestos con plantas, grasas animales y minerales de su territorio (que atraviesa valles, altiplano y trópico), con propiedades principalmente expectorantes y anticongesionantes. De este trabajo se ocuparon los médicos tradicionales que integran el Comité de Salvaguarda de la Cultura Kallawaya. Alipio Cuila, uno de sus representantes, informó que durante la primera ola de la pandemia llegaron a producir por día 30 frascos de jarabe y 40 de pomada, que se vendieron dentro del municipio a 30 bolivianos (poco más de 4 dólares) y 10 bolivianos (un dólar y medio) por unidad, respectivamente.
Esta medicación tiene una finalidad eminentemente preventiva, que es también reconocida por la medicina académica o facultativa. Felipe Saucedo, médico del Centro de Salud Integral de Charazani, cuenta que las terapias tradicionales de los kallawayas tienen cualidades preventivas, para las que los profesionales en salud ofrecen orientaciones.
Su colega Jair Reynaldo Escobar, encargado del Centro de Aislamiento y Triaje del Municipio de Charazani, explica que la demanda de los servicios de los médicos kallawayas se ha ido dando de forma espontánea. Los pobladores solicitan a los médicos indígenas que “les faciliten algunos medicamentos que ellos fabrican para que la gente se vaya desinfectando y trabajando la prevención”, detalla.
Sin embargo, el uso de los productos tradicionales no trasciende mucho más, debido a que no hay estudios científicos que certifiquen sus propiedades terapéuticas y hay riesgos de que la automedicación pueda resultar nociva, de forma similar a lo que ocurre con los medicamentos bioquímicos. De esto es consciente el médico Saucedo, de Charazani, pero también el epidemiólogo boliviano Rodrigo Arce, investigador del Departamento de Epidemiología de la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York (NYU), quien urge a que la medicina tradicional indígena boliviana pase por un proceso de desarrollo de investigación y conocimiento. “Eso haría de su uso más seguro y confiable, en especial cuando se usa en paralelo a tratamientos terapéuticos establecidos”, apunta Arce.
El epidemiólogo concede que los productos de la medicina tradicional son utilizados para mitigar síntomas de cuadros respiratorios, como antitérmicos (reducir fiebre), antiinflamatorios, analgésicos, mucolíticos (reducir la consistencia de secreciones respiratorias) y expectorantes (favorece eliminación de secreciones), por lo que podrían resultar útiles para etapas tempranas o casos leves de covid-19 u otras infecciones similares. Pero, insiste, el escenario ideal es que esos usos tiendan a ser más que “anecdóticos” y estén precedidos de estudios que validen científicamente sus propiedades y formas de consumo.
Fuera de la aplicación de elementos naturales y su uso para la fabricación de jarabes y pomadas, los médicos kallawayas han jugado en Charazani un papel fundamental para concientizar a la población de la existencia del coronavirus, de sus peligros y de la necesidad de asumir medidas preventivas para evitarlo. El médico Escobar cuenta que los sabios indígenas contribuyeron decisivamente a la “socialización y educación”, sobre todo para “llegar a las comunidades más lejanas… y para que sean conscientes de la enfermedad”.
Los más de 13 mil habitantes de Charazani están dispersos en 62 comunidades, según la Dirección de Cultura, Turismo y Territorio de la Alcaldía charazaneña. En las más alejadas, donde imperaba escepticismo respecto a la enfermedad, ha sido fundamental la palabra de los kallawayas, que conservan una autoridad moral y espiritual que ni siquiera las autoridades estatales tienen.
La dispersión de las comunidades genera un distanciamiento natural entre los habitantes del municipio, una medida de bioseguridad recomendada para prevenir contagios de coronavirus que en las poblaciones indígenas se lleva a la práctica con más naturalidad que otras como el uso de barbijos (o tapabocas), que enfrenta más resistencia entre los indígenas, como coinciden los profesionales de salud y dirigentes locales.
El uso de los jarabes y pomadas fabricados para los días de la pandemia es adicional a la aplicación de procedimientos más domésticos y rutinarios, que están al alcance de gran parte de la población. Así lo reconoció Felicidad Carrión, una comunaria de 56 años, a tiempo de citar al eucalipto, el limón, la linaza, la miel de abeja, el ajo y la cebolla para prevenir y combatir malestares comunes como la tos, la fiebre y los escalofríos, que son también síntomas del coronavirus. Gracias a ese conocimiento herbolario “casi nunca he llegado al hospital”, cuenta orgullosa Felicidad, quien cree en la necesidad de que el Estado, a través de sus diferentes niveles, preste más apoyo para afianzar el uso de la medicina tradicional.
Comparte su criterio Édgar Quispe, dirigente de la Central Campesina de la provincia Bautista Saavedra, quien recuerda que los pobladores han sabido utilizar las plantas medicinales que guardan los tres pisos ecológicos (alturas, valles, trópico) de su territorio. “Estamos haciendo sahumerio y mates”, precisa.
Lejos de los principales centros urbanos del país, Charazani se ha favorecido de esa lejanía, que le ha vuelto inaccesible incluso para el coronavirus, pero tampoco se ha quedado de brazos cruzados y se ha volcado a su farmacopea tradicional para plantarle cara a la pandemia. Después de todo, antes y después de la covid-19, para la cultura kallawaya –sentencia Alipio Cuila– “la medicina y la farmacia están en el campo, en los seres vivos”.

Raqaypampa, donde la pandemia sigue siendo un cuento
Raqaypampa es un Territorio Autónomo Indígena Originario Campesino, ubicado al sudeste del departamento de Cochabamba (centro de Bolivia), distante a 220 kilómetros de su ciudad capital, que se recorre entre 4 y 6 horas por un camino asfaltado y de tierra. Tiene una población de 7.344 habitantes, según su Gobierno Autónomo Indígena Originario Campesino (GAIOC), organizada en 5 subcentrales y 43 sindicatos agrarios. Territorialmente está en las alturas de la provincia Mizque y culturalmente pertenece a la región andina y es parte de la nación indígena quechua (su idioma originario), aunque sus habitantes reivindican su ascendencia de la nación originaria Chui. Su territorio abarca 556 kilómetros cuadrados y va de los 1.670 a los 3.450 msnm.
En virtud de la singularidad de sus vestimentas, música y otras cualidades culturales, los raqaypampeños han sido un pueblo pionero en la búsqueda de la autonomía política indígena, con la que apuntan a liberarse de la estructura administrativa republicana y tener una mayor capacidad de autogestión pública, prevista por la Constitución boliviana.
En términos de medicina tradicional, Raqaypampa tiene una tradición arraigada para el uso de hierbas medicinales, a las que llaman “jampi khoras”. Isaac Rocha, de la Central Regional Campesino Indígena de Raqaypampa, explica que las medicinas naturales son empleadas desde antes de que apareciera el coronavirus. “Nos hemos estado preparando para subir nuestras defensas”, detalla, aunque a continuación aclara que, en la práctica, no se han reportado casos oficiales de la pandemia en su territorio.
Esa versión la corrobora Florencio Alarcón, máxima Autoridad Administrativa Autonómica del gobierno indígena de Raqaypampa, quien dice que debido a la dispersión en que viven los habitantes del territorio, “el coronavirus no existe”. “Hasta la fecha no hay ningún positivo, ningún enfermo”, insiste. No obstante, a esta ausencia total de contagios cabe otra explicación: Raqaypampa no recibió prueba alguna para detectar la covid-19 durante la primera ola de la peste, por lo que no ha podido certificar casos oficiales.
Que el territorio indígena no dispusiera de exámenes para detectar contagios es una muestra del olvido al que fueron condenados por las autoridades del Gobierno nacional transitorio, principal responsable de la compra y provisión de insumos para enfrentar la pandemia. Al menos así lo entienden dirigentes del territorio indígena, que en ningún momento reconocieron la legalidad del régimen conducido por Áñez, al que tildaron de “gobierno de facto”.
En lo que también coinciden autoridades indígenas, dirigentes sindicales y personal médico es en que se reportaron casos sospechosos, los cuales fueron combatidos principalmente con las “jampi khoras”. “Nunca llegaron las pruebas (PCR) y no pudimos hacerlas, así que si hubo casos no hay forma de saberlo científicamente”, observa Alarcón. Neyda Ramírez, médica del centro de salud más cercano del poblado principal de Raqaypampa, precisa que los casos sospechosos acudieron a consulta con síntomas de resfrío y a algunos se los trató con analgésicos, paracetamol y penicilina. “Otros se han curado en sus casas con plantas medicinales”, agrega la profesional.
Alarcón detalla que las plantas medicinales más empleadas para prevenir el coronavirus y combatir síntomas atribuibles a ella han sido el eucalipto y la muña. Con el primero hacen vahos y con la segunda infusiones. “Algunos compañeros hasta han tomado medicamentos hechos por ellos mismos, preparados con varias hierbas”, revela.
Una medida complementaria al uso de plantas medicinales ha sido el encapsulamiento resuelto colectivamente para las comunidades. Instalaron trancas (retenes de control) donde se detiene y reporta a las personas que ingresan al territorio. El control es aplicado no solo a visitantes externos, sino incluso a raqaypampeños forasteros, como los que viven en países vecinos (Chile) y vuelven periódicamente de visita al pueblo. “Hasta la fecha hay una tranca donde se controla qué tipo de persona y de dónde está llegando”, añade Alarcón.
Pese a que siguen libres del coronavirus, los raqaypampeños son conscientes de que tarde o temprano el mal puede franquear sus controles, más aún con la segunda ola ya en escalada en Bolivia. El Gobierno indígena ha tomado previsiones para que se apliquen medidas de contención en cada subcentral y en cada comunidad. Han habilitado 2 centros de aislamiento con 9 profesionales de salud a su cargo, cubiertos con recursos propios de la administración autónoma. Además se han agenciado pruebas rápidas para ahora sí tener insumos que certifiquen o descarten contagios de forma científica.
Alarcón afirma que la resolución de combatir al coronavirus fue adoptada de forma orgánica, esto es a través de usos y costumbres de la comunidad indígena. El carácter orgánico de la decisión es fundamental para aplicar medidas sanitarias más contundentes, teniendo en cuenta que su población, como en gran parte de los pueblos indígenas de Bolivia, es reacia a cumplir medidas de bioseguridad esenciales como el uso de barbijos y de alcohol en gel. Clemente Saravia, del sindicato Salto Pampa y la Subcentral Santiago, reconoce que han descuidado las medidas de bioseguridad, en especial las relacionadas con la limpieza y la desinfección. Julio Montaño, de la Subcentral Raqaypampa, precisa que en las comunidades no son muy dadas a lavarse sus manos con agua y jabón de forma continua, como recomiendan los especialistas.
La ausencia de medidas de bioseguridad, que corrobora la médica Ramírez, es atribuible en alguna medida al escepticismo con que algunos comunarios han recibido las noticias sobre la expansión de la covid-19 en Bolivia. Cornelio Rodríguez, otro habitante, dice que “nosotros no creemos mucho en esta enfermedad, aunque estamos cuidándonos con nuestras hierbas medicinales”, como la wira wira y el eucalipto. “A mi parecer, eso que en la ciudad llaman coronavirus, nosotros conocemos aquí como una gripe muy fuerte y sabemos cómo curarnos, con nuestras ‘jampi khoras’: nos damos un buen baño con ellas y pasan las gripes”, describe.
Aunque sin creer del todo en el coronavirus, los indígenas andinos de Raqaypampa aplican un encapsulamiento estricto (facilitado por su lejanía de los principales centros urbanos), emplean hierbas medicinales para fortalecerse y combatir enfermedades respiratorias, al tiempo que acondicionan infraestructuras sanitarias si acaso las pruebas les demuestran que la pandemia es más que un cuento.

Charagua se cura con medicamentos y plantas
El territorio de la Autonomía Guaraní Charagua Iyambae está en la zona sur del departamento de Santa Cruz (oriente de Bolivia), en la provincia Cordillera. Este municipio, el primero en adoptar una administración autónoma indígena en Bolivia, ocupa una extensión de 74.424 kilómetros cuadrados (equivalente al 86% de la superficie de la provincia Cordillera), y limita al sureste con la República de Paraguay, donde también hay poblaciones guaraníes. Se halla a 272 kilómetros de Santa Cruz de la Sierra –la ciudad capital del departamento y la urbe más grande de Bolivia– , un tramo carretero que se recorre en 5 a 6 horas. Su altura promedio es de 735 msnm.
La nación indígena guaraní, propia de tierras bajas, es la cuarta más representativa de Bolivia en términos poblacionales, solo superada por la quechua, la aymara y la chiquitana (amazónica). Según datos del Censo de 2012, representa el 2.1% (58.900 personas) de toda la población indígena del país. En el municipio indígena de Charagua Iyambae hay 40.476 habitantes, lo que implica que la gran mayoría de los guaraníes bolivianos viven dentro de su jurisdicción.
El Ministerio de Desarrollo Productivo y Economía Plural señala que, con datos actualizados al 15 de enero de 2021, el municipio de Charagua Iyambae registró 115 contagios confirmados de coronavirus. Hasta el 14 de agosto de 2020, cuando la primera ola de la pandemia entraba en su recta final, el Gobierno Autónomo Indígena Originario Campesino (GAIOC) de Charagua Iyambae había reportado 2 muertes confirmadas por covid-19.
No es casual que los números de Charagua sean significativamente superiores a los de Charazani y Raqaypampa. Su población es mucho más grande y pertenece al departamento más poblado del país (Santa Cruz), que es el que más casos y muertes por coronavirus ha sufrido desde el inicio de la pandemia en Bolivia. Al 15 de enero 2021, el país reportó 183.289 contagios, 61.979 (33.8%) correspondientes a Santa Cruz. A esa misma fecha, los muertos ascendían en toda Bolivia a 9.571, 4.586 (47.9%) de los cuales en Santa Cruz.
Entrevistado para este reportaje, el médico Freddy Pérez Castro, director del Hospital Municipal Mamerto Égüez Soruco de Charagua, confirma que en el territorio sí se reportaron contagios de covid-19, pero que no causaron mayores complicaciones al personal de salud disponible. La capacidad hospitalaria máxima del municipio es de 50 camas y el Hospital Municipal cuenta con 68 trabajadores, entre personal médico, paramédico, de enfermería y de servicios.
El personal sanitario ha enfrentado dificultades estructurales y coyunturales. Entre las estructurales está el hecho de que el Hospital Municipal es un centro de referencia para atender males de toda naturaleza y no así un recinto especializado en atender casos de una enfermedad específica, como el coronavirus. Entre las coyunturales, cuenta Pérez, estuvo la insuficiente disponibilidad de insumos para hacer pruebas (PCR) de covid-19; las pocas que se hacían demoraban mucho en ser trasladadas hasta la ciudad capital (Santa Cruz de la Sierra) y devolver los resultados a Charagua.
Los profesionales médicos también percibieron que la población hizo caso omiso de algunas determinaciones del Comité de Operaciones de Emergencia (COE), entidad municipal encargada de analizar el efecto de la pandemia en el territorio y adoptar medidas vinculantes para combatirlo. En directa relación con este problema hubo otro: el de la falta de información y conciencia de la población sobre los peligros de la pandemia. Aun así, “no hemos tenido una expansión de la enfermedad dentro de la misma población de Charagua”, aclara Pérez.
Aunque el Hospital Municipal de Charagua no presta servicios de medicina natural tradicional (no académica), su personal recibió a pobladores que solicitaron orientación para el uso de tratamientos de esa naturaleza. “No podemos descartar, es algo ancestral y pueden hacerlo siempre y cuando tomen en cuenta también todas las recomendaciones que les hace el médico naturista”, dice el director del hospital, a manera de recordar que en otras circunstancias se han registrado casos de intoxicación atribuibles a automedicación con tratamientos naturales.
Raquel Antúnez Marañón es capitana de la zona Charagua Norte del GAIOC de Charagua Iyambae, dirigente indígena de las seis zonas que componen el territorio indígena. Ella confirma que los pobladores han recurrido a la medicina tradicional para enfrentar la pandemia. “Como hemos hecho desde nuestros ancestros hasta hoy, usamos la medicina tradicional que es muy efectiva. Yo misma la sé usar”, cuenta. “Ya que la medicina occidental no llega de manera adecuada a nuestras comunidades, usamos la medicina tradicional”.
Una medida adicional adoptada en Charagua Norte fue el encapsulamiento, en una dinámica similar a la de Raqaypampa. Montaron una tranca en la comunidad de Puerto Viejo, la primera de la zona, donde se toman controles de bioseguridad para evitar el ingreso de eventuales portadores del virus. “Cada una de las comunidades también toma sus propias medidas de prevención”, destaca Antúnez.
Ademar Flores, director del COE de Charagua Iyambae, confirma que el coronavirus llegó a cinco de las seis zonas del territorio indígena. Sus pesquisas les indicaron que la enfermedad les fue contagiada por menonitas, quienes tienen colonias en la región y mantienen una relación más fluida con la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, el epicentro de la pandemia en el departamento.
La confirmación de casos en Charagua llevó a los pobladores a recurrir a medicinas naturales, pero en muchos casos combinadas con tratamientos propios de la medicina facultativa. “Hubo personas que combinaron medicamentos con medicinas naturales en forma de té (nfusiones). Hubo otras que lograron curarse solo con la medicina tradicional. De alguna manera, esto nos hizo recordar la medicina de nuestras comunidades y en nuestra zona”, relata. “La pandemia nos ha obligado a volver a nuestras raíces”.
Lizet Méndez (34) es una de las pobladoras de Charagua que se contagiaron y se curaron del coronavirus echando mano de medicinas naturales. Además de mantener distanciamiento social con otras personas, ella cuenta que usó eucalipto, miel de abejas y limón criollo, entre otros alimentos para sobrellevar los síntomas de la covid-19. “En mi comunidad siempre hemos utilizado la medicina tradicional, para el resfrío, tos y otras enfermedades”, dice. “Y ese tratamiento ha sido muy bueno porque gracias a él he podido vencer el coronavirus”.
Roger Justiniano Yandura (33), líder guaraní de la comunidad de Izozog, corrobora que el eucalipto y el jugo de limón han sido ampliamente empleados para prevenir y enfrentar la pandemia. A ellos sumaron el uso de otras hojas, raíces y frutas para mitigar fiebre y dolores musculares, con los que también se preparan pomadas artesanales.
Liscinia Claros (42), una profesora de la comunidad de Coperebrecha, también se curó del coronavirus alternando medicación estándar con medicina natural. Ella cree que su esposo, quien trabajaba como taxista en una colonia menonita, se contagió del virus y se lo pasó a la mujer. Sufrió dolores de cabeza “insoportables”, vómitos, dolor corporal y dificultades para respirar. A duras penas consiguieron que la visitaran médicos del Hospital Municipal para hacerles pruebas a ella, su esposo y sus dos hijas. Los medicamentos debió pagárselos con su dinero y su evolución solo fue monitoreada por el personal médico de forma telefónica, ya no presencialmente.
Doña Liscinia llora mientras recuerda los 30 días de padecimiento que compartió con su esposo, un tiempo en el que temió perder la vida. Gastó unos 300 bolivianos (43 dólares) en pagarse las pastillas de ivermectina, eritromicina, ibuprofeno y vitamina C para cumplir el tratamiento que le prescribieron los médicos. “Pero me ayudé con la medicina natural: tomé eucalipto y otras hojas que me recomendaron, eso me ayudó muchísimo. Me alivió los dolores de garganta y de nariz”, precisa. “La medicina natural que usamos es bastante buena y nos está ayudando a las personas de escasos recursos, que acudimos a ella. El Gobierno debería apoyar la medicina natural y a los pueblos indígenas, que son los que menos recursos tienen”.
Justiniano explica que el uso de medicinas naturales ha sido fundamental para contener la expansión de la pandemia, cuya magnitud real en la zona no es posible cuantificar debido a limitaciones logísticas y económicas imperantes en las comunidades. Cree que, de haberse hecho rastrillajes en busca de casos con pruebas, se habrían detectado más de los oficialmente reportados. La falta de insumos para las pruebas, pero también las limitaciones de transporte para llevar a los sospechosos desde las comunidades hasta el Hospital Municipal de Charagua, impidieron el hallazgo y tratamiento convencional de más personas enfermas. A esto se suma que, por las medidas de confinamiento, la actividad laboral de muchos pobladores del municipio indígena, empleados en la zafra, se paralizó y los privó de generar recursos con los que costear eventuales gastos de salud, como los que demanda el coronavirus.
Con una incidencia mayor de contagios que los pueblos indígenas de tierras altas (Charazani y Raqaypmpa), el territorio autónomo guaraní de Charagua Iyambae enfrenta el coronavirus combinando medicina facultativa con medicina natural, sobre todo porque la primera tiene un alcance limitado y sus costos resultan prohibitivos para muchos de ellos y porque la segunda ha demostrado una efectividad que avala sus saberes ancestrales.
Desalojos, disparos, incendios, sequías e inundaciones: las comunidades indígenas en Paraguay más allá de la covid
La llegada de la pandemia ha agudizado la situación ya crítica de las comunidades indígenas de Paraguay. La covid-19 es uno más de sus graves problemas.
Desalojos violentos, disparos de guardias privados, incendios, deforestación ilegal, fumigaciones con agrotóxicos, racismo, falta de tierra, agua y comida, pero abundancia de sequías e inundaciones son algunos de los problemas urgentes que acechan a las comunidades indígenas de Paraguay, además de la covid-19. Ni cazar palomas pueden porque los detienen.
La pandemia se suma a estos asuntos, sigilosa, pero imparable. Al menos, 259 integrantes de 14 de los 19 pueblos indígenas que viven en Paraguay están contagiados, y 26 han muerto. Según datos actualizados al 22 de enero.
Entre septiembre y octubre, el fuego arrasó más de 6.900 hectáreas de bosques en el territorio del pueblo mbya guaraní, uno de las cinco naciones guaraníes de Paraguay. Las comunidades perdieron preciadas y extensas áreas de bosque nativo, fuente de alimento, de medicina tradicional y de espacio espiritual. El 27.6 por ciento de las 493 comunidades indígenas del país carece de tierras propias, según el censo de 2012.
Aunque la covid-19 no es el mayor de sus problemas, ya hay 70 comunidades en riesgo, los 259 casos confirmados −142 hombres y 117 mujeres− y 26 personas fallecidas, la mayoría en el Chaco: 21 de los 26 decesos ocurrieron en esta zona, según el mapa elaborado por la Federación por la Autodeterminación de los Pueblos Indígenas en Paraguay (FAPI).
Paraguay tuvo una tasa de positividad baja en relación con otros países entre los meses de marzo y junio del 2020, en parte debido a las medidas de cuarentena total decretadas por el gobierno, que fueron flexibilizadas a mediados de mayo. A partir de ese momento, la curva de contagios comenzó a aumentar. Hasta el 22 de enero de 2021, el gobierno ha reportado 125.518 casos de contagio y 2.570 muertes.
El impacto de la pandemia es considerable entre la población rural −especialmente la indígena−, debido al deficiente y debilitado sistema sanitario público y, sobre todo, a las condiciones de pobreza y exclusión preexistentes. Unas 81.000 personas indígenas vivían en situación de pobreza en 2017 −el 66,2 % de la población indígena total−, de las que la mitad se encuentra en situación de pobreza extrema, según datos oficiales de la Encuesta de Población.
La comunidad Tekoha Sauce, del pueblo ava guaraní, habita su territorio ancestral en el área silvestre protegida de la hidroeléctrica Itaipú, la de mayor producción del mundo y que Paraguay comparte con Brasil sobre el río Paraná. Pero son como ocupas en su propia casa. La represa intenta desalojarlos por vías jurídicas e intimidaciones físicas.
Durante la cuarentena, los guardaparques ingresaron a la comunidad sin protección sanitaria adecuada, exponiendo a contagio a la población indígena, principalmente a los niños y niñas y las personas mayores, según destaca el informe “Impacto de la Covid-19 en los pueblos indígenas”, de la FAPI y otras organizaciones.
Además, algunos funcionarios públicos han exigido a la comunidad que no desarrolle su economía tradicional (caza, pesca y recolección) porque se trata de un área protegida, desconociendo la vigencia de la Ley 234/93, que ratifica el Convenio 169 de la OIT sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes.
A las 17 familias de la comunidad Guyrapaju, también ava guaraní, pero del departamento de Caaguazú, las desalojaron a la fuerza el 7 de agosto de sus tierras ancestrales. En un procedimiento irregular, supuestos propietarios ingresaron a la comunidad junto a seis personas armadas con grandes escopetas. Estos civiles armados expulsaron a la gente sin la Fiscalía o la Policía. Los líderes comunitarios solicitaron la intervención del Gobierno para recuperar al menos sus viviendas.
Otra comunidad ava guaraní asediada es Cerrito de Arroyo Guazú en el departamento de Alto Paraná. Decenas de policías pasaron dos días en el asentamiento intentando desalojar 70 familias, pero la comunidad resistió y no lo lograron. Actualmente existe un litigio sobre la titularidad del inmueble y están contemplando pedir ayuda a organizaciones internacionales a fin de precautelar sus derechos.
A los también ava guaraní de la comunidad Veraro, en Canindeyú, los atacan constantemente guardias privados de los ganaderos y sojeros vecinos sin que el gobierno intervenga. Están literalmente invadidos por ellos. El 10 de agosto, un joven de 19 años fue interceptado por los guardias privados, quienes lo golpearon y dispararon en el pie con una escopeta del calibre 12. Aún no hay detenidos por el ataque.
Por su parte, el pueblo mbya guaraní corre una suerte parecida. La comunidad Jaku’i Guasu, del departamento de Itapúa fue arrasada el 19 de octubre por civiles armados de la empresa Agro Toro, en un violento desalojo efectuado sin orden judicial, según denuncian las familias afectadas. Apenas tuvieron tiempo para sacar sus pertenencias. Sus viviendas fueron destruidas y ellas quedaron a la vera del camino, viviendo de la caridad pública.
El 16 de diciembre ardía el sol de las tres de la tarde en otro asentamiento rural mbya guaraní de casas de madera y lona que se llama Loma Piro’y, en Caaguazú, cuando unos 35 hombres con escopetas y picanas eléctricas aparecieron por sorpresa.
Golpearon a hombres, mujeres y niños, varios quedaron con los brazos fracturados. Quemaron sus casas, su pequeña iglesia y su escuela. Robaron sus teléfonos y su comida. También sus animales. Los agredidos son un centenar de personas indígenas que viven en sus tierras ancestrales. Los asaltantes no han sido detenidos.
“Nos salvamos porque trabajamos juntos para ser autosuficientes”, me cuenta Cesar Centurión, comunicador y educador indígena mbya guaraní de 27 años de la comunidad Ypeti Tajy (Pico de Pato en guaraní), departamento de Caazapá.
“En nuestro departamento no hubo asistencia médica, ni técnica, sobrevivimos gracias a nuestra agricultura. No tenemos casos de Covid-19 porque hemos estado aparte”, explica Centurión. Su mayor preocupación en estos momentos es la contaminación que generan sus vecinos sojeros. Su comunidad está rodeada por sojales inmensos que son constantemente rociados con agroquímicos que vuelan hasta sus casas, contamina su agua y sus animales. “Nos contaminan a nosotros a nuestros arroyos, nuestra familia”, afirmó durante una entrevista este enero.
El Chaco, un mundo aparte
En la mitad occidental de Paraguay, el Chaco, la situación de necesidad también es común para la mayoría de sus habitantes nativos.
Por ejemplo, en la comunidad La Patria, del pueblo angaite, aunque no hay nadie afectado por covid-19, unas 5.000 personas están casi sin comida porque las inundaciones en su zona les impiden salir de sus asentamientos.
“No contamos con presencia de autoridades. Solo dos veces vino el año pasado vino la Secretaría de Emergencia Nacional con provisiones. Ahora vienen inundaciones y no tenemos nada”, me cuenta en una entrevista en enero Derlis Navarro, de 20 años, comunicador de la Asociación Angaité para el Desarrollo Comunitario de Puerto Pinasco, departamento de Presidente Hayes.
“Estamos sin salida, varias aldeas ya no tienen acceso. Hay casas inundadas, familias que tuvieron que abandonarlas y buscan refugio. Pedimos a las instituciones responsables que cumplan con el pueblo como el pueblo cumplió con el gobierno”, destaca Navarro.
Los ayoreo totobiegosode son el único pueblo indígena en aislamiento voluntario en América fuera de la Amazonía, recibieron, por persona, medio kilo de alimentos no perecederos como toda ayuda estatal en los cinco primeros meses de crisis económica y sanitaria. La pronunciada sequía les ha obligado a comprar agua por primera vez en su historia y solo han recibido el acompañamiento de la Fiscalía en una ocasión en toda la pandemia, pese a que han denunciado nuevas invasiones en su territorio durante este período.
Así se han convertido en guardianes forzados de su bosque, luchan para proteger miles de árboles de la tala ilegal, que se ha incrementado en medio de la crisis mundial provocada por la covid-19.
“Hay una lógica de que todo pare, menos el sector privado, que sigue siempre con la idea de producir y producir. Y la deforestación va de la mano”, me cuenta Tagüide Picanerai, de 30 años, hijo del actual líder de los ayoreo totobiegosode, Porai Picanerai, de la comunidad de Chaidí, ubicada en el Alto Chaco, más cerca de la frontera con Bolivia que de Asunción, la capital paraguaya.
Chaidí significa «refugio» en su idioma materno, porque es donde se ha ido quedando en los últimos 20 años la mayoría de los que fueron expulsados del bosque por misioneros y militares. Esta comunidad vive en lo que los antropólogos llaman «situación de contacto inicial con la sociedad envolvente», que somos nosotros: los periodistas, los ganaderos, los madereros, los misioneros, los capitalinos, el Estado, las organizaciones no gubernamentales (ONG), las sectas, las inmobiliarias, los inversores extranjeros…
En el Bajo Chaco, más cerca de Asunción, la comunidad de Cerrito del pueblo qom vive un conflicto provocado por una controvertida ONG local llamada Fundación Paraguaya que ha promovido un monocultivo de eucalipto en sus tierras sin el consenso de todos los líderes, provocando que hasta una lideresa fuera agredida por otras mujeres convencidas de apoyar el proyecto de la ong.
“Tuvimos que echar un tractor que estaba arando nuestra tierra sin nuestro consentimiento. No queremos sus plantaciones de eucalipto, queremos defender nuestra agua y medioambiente, por nuestros niños y jóvenes”, me contó Bernarda Pessoa, la lidersa qom agredida. Pessoa suma a la preocupación por esto a la Covid-19 y a la sequía que afecta a este territorio desde hace casi un año.
Un hombre de la aldea Tarzo Amyic, del pueblo enlhet norte, en el departamento de Boquerón, salió a cazar palomas para llevar comida a su familia, ya que desde el inicio de la cuarentena no habían recibido los alimentos prometidos por el gobierno.
Se adentró un poco en la inmensa propiedad de un ganadero menonita, cazó un par de pájaros y se fue. Cuando salía de la estancia llegaron policías y comenzaron a dispararle. Fue arrestado y conducido a la comisaría donde permaneció más de tres horas. Le quitaron su escopeta y su moto.
Al ingresar a la propiedad privada para la caza en busca de alimentos, no están violando ninguna ley, sino ejerciendo las garantías que se establecen en el Art. 14 de la Ley 234, que aprueba el Convenio 169: «deberán tomarse medidas para salvaguardar el derecho de los pueblos interesados a utilizar tierras que no estén exclusivamente ocupadas por ellos, pero a las que hayan tenido tradicionalmente acceso para sus actividades tradicionales y de subsistencia», argumenta la FAPI.
¿Qué piden los pueblos indígenas para combatir al virus?
Para muchos pueblos indígenas los principales temas de preocupación son el acceso, la ampliación, el aseguramiento o la restitución de sus territorios, y los conflictos que mantienen desde hace décadas por luchar jurídicamente por preservarlos. Conflictos que se han incrementado durante estos meses. Claman por acceso a sus propias tierras ancestrales, a comida, agua potable y al saneamiento básico, a viviendas dignas o servicios de salud.
Pero con respecto al coronavirus, las comunidades están pidiendo urgentemente al gobierno fortalecer el sistema de salud pública de las regiones donde se encuentran las comunidades indígenas. Poner a disposición personal médico para la atención de los casos críticos en sus territorios, así como las garantías de traslado hasta unidades de cuidados intensivos, sostenimiento y atención culturalmente adecuada de pacientes.
También garantizar la asistencia oportuna y suficiente para fortalecer la seguridad alimentaria de las comunidades en aislamiento por cuarentena, considerando especialmente a las comunidades con contagios confirmados. Y dotar a las autoridades y guardias indígenas de implementos de protección y prevención de contagios (tapabocas, jabón, alcohol en gel, termómetros, etc.).
Sin su territorio y sin los servicios básicos del Estado, las comunidades indígenas están casi abandonadas a su suerte.
COVID e indígenas en Perú: la imposible tarea de contar con alguien que no existe
Desde el inicio de la pandemia se sabe poco de la situación de las comunidades nativas en Perú. No existe data de muertos o infectados, no existen acciones coordinadas y el pueblo indígena se siente en total abandono. Lo único que les queda es confiar en que el bosque los ayude a sanar.
El distrito de Masisea tiene ciento veintiún años de creado, pero, aun así, nadie lo conoce. Está ubicado en el departamento de Ucayali, en la Amazonía central del Perú, limita con Brasil, y viven algo más de once mil personas. Casi todas pertenecen a la etnia shipibo conibo, uno de los 51 pueblos indígenas amazónicos que viven en este país. Para llegar ahí, hay que tomar un avión y luego uno o dos días en bote dependiendo de cómo esté el río. El 11 de mayo de 2020 murió su alcalde Silvio Valles. Y pocos se enteraron. La máxima autoridad de Masisea fue cazada por la COVID-19, porque no había medicina, ni oxígeno para salvarlo. Ucayali es la segunda región Amazónica con más casos positivos de COVID-19, alrededor de siete mil. Según la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), que representa a todas las comunidades nativas del Perú, solo en la población shibipo conibo han muerto más de 300 personas.
Cuando murió Valles, el país entraba a su novena semana de emergencia sanitaria. En poco tiempo se convertiría en el segundo país con más casos en América Latina y el quinto en todo el planeta. Del mismo modo, nadie se imaginaría que, en agosto, Perú aparecería en todos los periódicos del mundo como el país con el mayor índice de mortalidad per cápita y el noveno con la mayor cantidad de muertes totales.
Después de la muerte de Valles y ante el incremento de los casos, un grupo de jóvenes shipibos decidieron salir a combatir el virus. El 15 de mayo, cuatro días después de la muerte del alcalde, crearon el “Comando Matico COVID-19” para ayudar a sus hermanos enfermos. Recurrieron al conocimiento ancestral para sanar, recuperando hasta este momento a más de 900 personas. El remedio es una combinación de matico, achiote, ajosacha, mocura, eucalipto, hierba luisa, jengibre, cebolla y ajo. La ciencia no avala estos procedimientos, pero el bosque ha sanado desde hace miles de años sin necesidad de pruebas científicas.
“Se hierve por 25 minutos y se respira el vapor. Luego recibe un masaje con ungüentos naturales, e ingiere un té de matico acompañado de paracetamol y dolocordralan. Descansa cuatro horas y luego se inicia nuevamente este procedimiento”, cuenta Jorge Soria, uno de los fundadores de este movimiento que no discrimina etnia y ubicación geográfica. Su efectividad los hizo conocidos en redes sociales, desde donde comparten consejos y tutoriales para hacer esta medicina en casa.
“La idea es compartir nuestro conocimiento y la sabiduría que nos dieron nuestros abuelos. Las plantas son la solución de la humanidad, porque muchas pastillas salen de las plantas y de la tierra, no es que caigan del cielo”, señaló Néstor Paiva, uno de los diez miembros de este grupo voluntario conformado por docentes, comunicadores y artistas. Empezaron a recibir donaciones para seguir apoyando a más gente, así como también están haciendo rifas y eventos virtuales pro-fondos. “Nos han llamado y escrito del Perú y el extranjero”, comenta orgulloso Soria, que está convencido que desde ahora más gente conocerá sobre Masisea.
Fuentes oficiales
Iquitos es la capital de Loreto y la ciudad más poblada en la Amazonía de Perú. Su esplendor se dio por el boom del caucho, a fines del siglo diecinueve y comienzo del veinte. Época de gran crecimiento económico y social, que vino acompañada del más devastador genocidio en la historia de la Amazonía. Más de cien mil indígenas brasileños, colombianos y peruanos fueron exterminados y abuzados como si fueran hormigas. Cien años después, la tragedia ronda estos bosques tropicales otra vez. No son europeos abusivos, sino un virus invisible que puede llegar en la cara de cualquier amigo.
A fines de abril, Lorenzo Chimboras Careajano, alcalde del distrito de Trompeteros en Loreto, viajó junto a veinte personas para entregar víveres a veinte comunidades asentadas al lado del río Corrientes. No llevaban mascarillas ni algún elemento de protección. Días después, se confirmó que la mitad de ellos dio positivo a COVID-19. “Desde que vinieron, varios de nosotros tuvimos una gripe bien fuerte, no supimos qué, pero estuvimos enfermos y tuvimos que atendernos con nuestras plantas”, contó Daniel Ahuite, líder indígena de la comunidad nativa Nuevo Porvenir. Desde ese momento, todas las comunidades decidieron cerrar y no dejar entrar a nadie, así vengan embarcaciones llenas de comida.
El 60% de las comunidades nativas no tiene centros de salud y, las que tienen, están desabastecidas de equipos y medicamentos. El 14 de abril, el por entonces presidente Martín Vizcarra reconoció que no se estaban atendiendo a las poblaciones indígenas. Recién el 21 de mayo se aprobó un plan de salud para las comunidades nativas y se asignó un presupuesto de 25 millones de dólares. Acciones tardías que no pudieron evitar los más de setenta mil contagios y centenares de muertes en las distintas etnias de la Amazonía. Para agravar los problemas, la inmovilización obligatoria, que terminó extendiéndose por tres meses y catorce días, no permitió que miles de indígenas volvieran a sus comunidades. Tampoco que puedan trabajar para ganar dinero o programar la compra de alimentos. Teniendo en cuenta que, para muchos, la tienda más cercana se encuentra a varias horas en bote, es como quedarse varado en una isla en medio del océano.
“La pandemia está afectando a los pueblos indígenas, no solo en el tema de salud, sino también en nuestra economía porque no tenemos ingresos. Con el confinamiento nos pusimos a buen recaudo y cerramos nuestras fronteras, pero eso afectó la forma de vida diaria en las comunidades”, declaró en noviembre pasado para Ojo Público, el líder indígena Berlín Diques, presidente de la Organización Regional Aidesep de Ucayali.
“No hemos aprendido nada. La atención pública sigue sin llegar a las comunidades. No hay equipos profesionales atendiendo a la población. Todo es un caos. El presupuesto nunca llegó y esta segunda ola nos está preocupando mucho. Exigimos atención, pero nuestras muertes ni nuestros problemas aparecen en las noticias, nadie nos hace caso”, enfatizó Lizardo Cauper, presidente de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep). “Estamos muy preocupados, ya que no solo el covid amenaza a nuestras comunidades, sino también la tala ilegal, el narcotráfico, la minería. Actividades que han persistido en esta pandemia, y que también ponen en riesgo la vida de los indígenas. No se está haciendo nada al respecto”, recalcó Cauper, un día después de que el actual presidente del Perú Francisco Sagasti anunciara un confinamiento obligatorio del 31 de enero al 14 de febrero, debido al aumento de casos de COVID-19 en todo el país.
En el hospital de Iquitos el termómetro marcaba 32 grados centígrados, pero parecían 40. No había aire acondicionado, y era como estar en una sauna con ropa y mascarilla. Desde uno de los depósitos de este nosocomio, un hedor espantaba a los que pasaban. La imagen no era cruda, era nauseabunda. Decenas de cuerpos envueltos en bolsas negras de basura sin alguien que los reclame o siquiera que los acomode. En la morgue de la ciudad más poblada de la Amazonía peruana no cabía un cuerpo más. Si eso ocurría en la capital de Loreto, los jefes de las comunidades nativas temblaban de solo imaginarse a su gente enferma sin una pastilla para aliviar el dolor. Por esos días, las organizaciones indígenas enviaron una carta a las Naciones Unidas, la Organización de los Estados Americanos (OEA), la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), denunciando al Estado peruano por el peligro de etnocidio, debido al inexistente interés para proteger a las comunidades nativas.
“No queremos que nos vuelva a suceder lo mismo. En todo este tiempo, las comunidades nos hemos ido organizando como podemos, con nuestras plantas medicinales, recurriendo al conocimiento ancestral para combatir el covid. Esperamos que el Estado actúe rápido y no deje morir a nuestros hermanos. Estamos convocando a reunión de emergencia a nuestros dirigentes para afrontar esta segunda ola”, se preocupa Cauper, que finaliza: “No hay data precisa sobre nuestros muertos e infectados. Si nadie llega a las comunidades, no se sabe realmente el impacto del covid en nuestra población”.
“El Estado ha sido lento y no nos ha tomado en cuenta desde el inicio de la pandemia. El covid ha servido para visibilizar las deficiencias que tenemos las comunidades en la Amazonía. Por tal motivo, hemos pedido que el presupuesto sea integral, no solo de covid. Debemos aprovechar este momento para responder a la demanda de salud de las comunidades. La gran mayoría están alejadas de las ciudades, sin forma de comunicación. Y nunca hubo un plan para ellas. No tenemos especialistas de salud en las comunidades, tampoco medicamentos, estamos muy desatendidos. Lo que veo ahora es que se está tratando de combatir la emergencia, pero no estamos viendo el fondo del asunto: que vivimos en el abandono”, afirma Julio Cusurichi, premio Goldman 2007 y presidente de la Federación Nativa del río Madre de Dios y Afluentes (Fenamad), que pone sus esperanzas en la tan ansiada vacuna, “el Estado tiene que poner como prioridad de vacunación a la población indígena y no sea como siempre, que somos los últimos en ser atendidos”.
De Iquitos a Manaos, la capital del Estado de Amazonas en Brasil, hay catorce horas de viaje por el río Amazonas. Manaos tiene dos millones de habitantes y es la ciudad más poblada en toda la Amazonía y, al igual que Iquitos, su crecimiento se debió a la terrible época del caucho. Desde que se encontró el primer caso, han muerto al menos cinco mil ochocientos manauenses y se han contagiado más de doscientos veinte mil. Se pensó que habían alcanzado la inmunidad de rebaño, pero se equivocaron. Una nueva cepa, más contagiosa, se ha descubierto en esta ciudad. Manaos se ha quedado sin camas UCI y se calcula que en las siguientes semanas irán muriendo alrededor 100 personas todos los días. En Iquitos y en todas las comunidades nativas de Loreto, están más que preocupados. El Estado peruano no tiene planes claros y el río más caudaloso del planeta es una vía libre para cualquiera, incluido un atrevido virus.